9 de julio de 2007

Quince primaveras... para el abuso sexual.



Helena, autora del blog "Hablando se hace camino", hace eco de una propuesta de otro bloguero, Víctor Solano (Lind5), sobre los abusos sexuales a menores. He prometido escribir un post al respecto, aunque ya he tratado el tema del maltrato a menores en otro post, solidarizándome con el asunto y para alertar a l@s que lo lean sobre los posibles síntomas que l@s niñ@s víctimas de ellos pueden mostrar. Como Helena ya ha dado en su post una extensa larga sobre esos síntomas o manifestaciones, yo me limito a contaros una historia, muy triste y cruel, pero tan real como la vida misma.


En memoria de ella y de sus quince primaveras.


Su vida era de apariencia normal. Asistía a la escuela diariamente, como cualquier niña de su edad. Jugaba con todos y era querida por sus compañer@s. Su rostro era dulce, de ojos claros y mirada de honestidad. Tenía un cuerpo delgado, esbelto y agraciado. Su figura inspiraba a la ternura.


No destacaba en nada relacionado con lo académico, mostraba cierta dificultad... Parecía despierta, desenvuelta, se movía con agilidad, pero a la hora del estudio, no se podía centrar.

Durante el invierno parecía mejorar, entendía las cosas, se aplicaba más, se felicitaba su progreso, un atisbo de luminosidad...


Sus profesor@s se animaban, podría llegar, sacar su título de graduado, quizás aprender un oficio, poder trabajar. Y, al acercarse La Navidad, todo parecía volver atrás. Su mente se confundía, olvidaba lo aprendido, su letra mostraba inseguridad, su mirada se volvía inquieta y su cuerpo no podía parar. Un extraño nerviosismo se apoderaba de su cuerpo, de su mirada, de todo cuanto hacía y su cabeza vagaba ajena a lo que sucedía a su alrededor. ¿Será la preadolescencia? ¿Será la pubertad? ¿Por qué es tan evidente que se altera sin motivo aparente y no se puede centrar?


De sus labios no salía una palabra que lo pudiera explicar. Nadie sabía lo que podía por su cabeza pasar...


Y pasó la Navidad. De nuevo, tras unos días, su mente parecía volver a funcionar. ¡Qué raro! ¿Ya no está en la pubertad? ¿En unos días se puede ésta pasar? La familia no sabía. Es que le gustaba mucho jugar, casi siempre fue así, para adelante y para atrás.


Se aproximaba el verano. Un último esfuerzo final. Malos tiempos para estudiar. Se repite la historia. Puro nervio en tensión. Y cada día peor. La profesora pregunta, intenta indagar qué es lo que pasa por esa cabecita que tantas vueltas da... La niña, doce años, abre los labios para hablar. Te cuento una cosa si me prometes, profe, que a nadie se lo contarás. Te lo prometo, hija, no lo voy a contar. Tengo un tío en el extranjero que viene a mi casa cada tres o cuatro meses y desde los siete años me viola siempre que está. No se lo he dicho a nadie porque me tiene amenazada. Ahora que ya sé lo que ha hecho conmigo tengo miedo también por mi hermana que tiene siete años y en la que ya se empezó a fijar.


La profesora no cumplió su promesa, no guardó su secreto, y así se lo hizo saber. Esto sí era una cosa que había que contar, a sus padres y autoridades y a todo el que la quisiera escuchar.

Lloraba la criatura, de vergüenza y de temor por lo que podría pasar.

Siempre sienten vergüenza los que son humillados y no los que humillan y ultrajan, corrompen y destruyen. ¡Qué barbaridad!


El individuo abusador no volvió a poner los pies en terreno español.

La niña creció y se convirtió en una preciosa adolescente, mucho más sana de lo que cabría esperar; con su tremenda carga a cuestas, pero sin crisis de ansiedad, sin temor de ser violada, mostrando, a pesar de todo, su enorme bondad.

Acabó sus estudios, obtuvo el graduado un año despúes de la consabida y reglamentaria edad. En FP se iba a matricular. Todo un verano por delante para al fin, disfrutar en paz, con alegría, como corresponde a cualquiera con su edad.


Y un esplendoroso día de verano, su primo estrena moto y la lleva a pasear. Preciosos recién cumplidos quince años que la niña va a estrenar. Dicharachera y alegre, la sonrisa abierta al viento y su pelo a ondear, abrazada a la cintura de aquel primo de casi su misma edad. Un giro en la curva, no sé la velocidad, derrapan y se empotran contra un árbol del final. Sale despedido su cuerpo y... ya no sonreirá más. No volvió a despertar.


Injusticias de la vida cuando empezaba a olvidar, cuando la alegría asomaba en cada poro de su piel y la risa afloraba alegre en su boca de miel.


Maldita sea la estirpe del tio abusador. Miles de gusanos corroan su órganos antes de que la dulce muerte se acuerde de él.


Perdonad si me muestro cruel, no lo puedo remediar.