28 de agosto de 2006

Puñeterías de la vida.


Tras esta pausa veraniega, pausa a medias tan sólo, pues uno no puede darse de baja del mundo sin más aunque no tenga que asistir al trabajo; pienso en lo que he hecho, en todos los propósitos que me hago "in mente" en cuanto mis neuronas captan la palabra vacaciones, y tengo que reconocer, como casi todos los veranos, que mi sentido de la fidelidad llega a límites insospechados por mí: el significado de la palabra "propósito" se ha quedado intacto, ni lo he rozado levemente, queda virgen y puro, guardado en el armario de verano para volver a airearlo el próximo, si llego a él.
La verdad es que descomponer una palabra de cuatro sílabas es complicado, cuando tiene la particularidad de que una de ellas es, además, triple, y contiene dos "pes", lo que parece imbuirle un sentido de pomposidad ante el cual que hace falta tener mucha valentía para enfrentarse. Así es que así la he dejado, tal cual, en puro estado natural y salvaje. Puede que sea la manera que una tiene de asirse a lo salvaje ya que nos es poco dado el poder serlo en la cotidianeidad.
Y heme aquí dándole vueltas a estos coletazos del verano, intentando extraer en ellos toda la positividad posible para emprender el día a día con fuerzas renovadas.
Y encuentro que este mundo nuestro es un continuo ciclo en el que se repiten las mismas historias una y otra vez, los mismos miedos, los mismos atropellos, los mismos abusos, las mismas miradas en el pasado y pocas, muy pocas, en el presente inmediato.
Y así soy testigo más o menos directo de los engaños, de las rupturas, de los desasosiegos, de la falta de amor, de convivencias mal avenidas, de inseguridades sentimentales, de desconfianzas, de intereses, de celos, de amarres sentimentales basados en no sé qué ilusiones infantiles soñadas en tardes de veranos olvidados, lejanos en el tiempo.
Y quiero tender mis brazos, acoger tanta frustración, arrancarla del sentimiento, arrojarla a la profundidad de los mares, enterrarla en una fosa tapiada de hormigón, cual materia altamente contaminante..., pero no puedo, su consistencia no permite el encierro. La fuerza de mis brazos no pueden con su tonelaje. Recurro, entonces, a la fuerza de las palabras, al razonamiento; y me encuentro aún más imposibilitada si cabe. El mundo de los sentimientos no sabe de razonamientos, se han colocado en frentes opuestos desde el principio de su existencia.
Y hago mi último intento, trato de traer a mi memoria situaciones en las yo me encontré en circunstancias similares para tratar de entender cómo se sienten y qué es lo que me gustaría a mí, de ser ellas, que me dijesen o hiciesen los que intentan ayudarme.
Y concluyo que mi forma de reaccionar no es igual que la suya, que cada personalidad tiene sus propias reacciones, que lo que para mí puede ser ayuda para otro puede ser molestia, que cada situación requiere tratamientos diferentes y que mi intención debe quedar en eso, en intención sin más, sin ninguna pretensión de aliviar, sin presunción de servir de ayuda, sólo saber escuchar, estar sin más...
Y no creo que esto signifique mucho para nadie, tampoco lo pretendo, pero es ... cuanto puedo hacer. No sin cierto sentimiento de frustración por mi parte, puesto que en ocasiones la ayuda significaría eliminar los elementos que provocan estas situaciones, y en algunos casos tienen nombre y apellidos y creo que eso está penado por la ley con cárcel de por vida o cuasi.
La vida tiene ciclos, rachas, vueltas. Los sentimientos, las palabras, los secretos, las promesas, los juramentos, el dolor, la alegría van girando en medio de nuestros días y nuestras noches hasta envolvernos.
A veces no sabemos cómo salir, otras no sabemos cómo hacer para apresar aquello que nos produce bienestar, alegría, tranquilidad, placer; parece que apenas tienen intensidad, que su permanencia es la misma que la del trayecto de una estrella fugaz a nuestra mirada...
Quizás el secreto esté retener esos pequeños momentos en la memoria personal y sacarlos a la luz cuando no los tengamos en el presente. Quizás haya elementos que no nos permitan sacarlos a la luz, que con su perseverancia no nos dejen rememorar aquel sentimiento de alegría, que con su maldad innata nos condicionen para siempre. Contra ellos es contra quienes habría que luchar con más fuerza. Pero ya no las tenemos. Se nos han ido y no sabemos cómo recuperarlas, por eso nos hunden, por eso nos pueden, por eso quedamos con la marca del vampiro en la garganta.
Es difícil aliviar el dolor de otro cuando su cura no pertenece al campo de la medicina. Es banal el intento de hacer comprender que poco a poco, tras la tormenta, el río vuelve a su cauce, como bien dice la naturaleza. También es cierto que los cauces quedan dañados, alterados, pueden devenir en otros. Quizá es que necesitamos todo eso para convertirnos en lo que finalmente acabaremos siendo, las personas que somos en el presente que vivimos. Quizás también sea preciso hacer una introspección hacia nuestro interior y comprobar si como nos sentimos y como somos en este presente nos gusta. Del resultado de nuestra mirada personal saldrá una elección: o nos gusta lo que vemos y sentimos o no nos gusta e intentamos buscar otro camino más acorde con el concepto que tengamos de nosotros mismos...
Sea como fuere, lo seguro es que por el cauce volverá a correr el agua fresca, aunque el cauce no sea el mismo. ¡Quién sabe si el cauce primero era el más idóneo! Todos los cambios sufridos en nuestra existencia conforman la personalidad que somos, el resultado de todas nuestras experiencias. Los ciclos de la vida.
Es cuestión de enfrentarse a uno mismo.
Es cuestión de elegir, aunque el esfuerzo sea enorme.
Por todas aquellas personas que me importan y lo están pasando mal, por todas ellas pienso que la vida tiene demasiadas puñeterías, pero también sé que podemos decir que no queremos que nos hagan más la puñeta.
En "redimidas" cuentas, de puñetas, sólo las necesarias.