6 de diciembre de 2011

Carta desde la ausencia.


Ha pasado mucho tiempo, lo sé, desde que no te escribo; pero no es achacable a la falta de ganas ni del momento adecuado para hacerlo; tampoco a que la extensión de mis cartas nunca es breve, son como me van dictando los pensamientos y las ideas, los sentimientos y las urgencias, los motivos y los desánimos, los momentos bellos y los feos. Pensándolo bien, creo que el verdadero motivo de haber demorado tanto es debido a que no sé con exactitud tu nueva dirección y no quisiera que fuesen leídas por otros ojos que no tuviesen el color de los tuyos, que las interpretase un cerebro distinto del tuyo y que las sostuviesen otras manos que no fuesen las tuyas. Algún día, no sé cuándo ni cómo, te llegará ésta o cualquiera de las sucesivas que a partir de ahora me propongo escribirte con cierta regularidad. Ya sabes el motivo, añoro tremendamente nuestro tiempo de café, tan recogido, tan íntimo y especial, tan a la luz como nunca antes surgieron las palabras ante una humeante taza de café.


Te supongo abriendo nuevas puertas, allí, donde el aire propaga las palabras y los sentires, mirando los oleajes de insensateces que están sucediendo en estos días de incertidumbre y pesar. Intuyo que el otoño te cubre de cierto desasosiego porque no es fácil esperar una primavera tan lejana y sé que necesitas del calor para reconfortarte y llenar de energía tu mirada.

Yo sigo aquí, en el mismo lugar en el que nos conocimos, aunque ya no parece el mismo a pesar de que se sigan escuchando los sonidos de siempre y las nieblas se empeñen en ocultar las estrellas. ¿No se cansarán nunca de jugar al mismo juego? También he cumplido un año más, y sí, se nota la cuesta. Ignoro si los siguientes duplicarán el esfuerzo, prefiero no pensarlo y dejar la comprobación para cuando suceda.

De todos modos, no era de mi edad de lo que quería hablarte; hablarte, sí, porque esta es una conversación en la que imagino tus respuestas; aunque tampoco se trata de contarte algo concreto, más bien que sepas que la vida azarosa de esta crisis tan despiadada me preocupa, que me indigno cada día al contemplar cómo se vacían las casas, lo interminable de las colas del paro, la desesperación de los que se han quedado sin subsidio, las piruetas de los jubilados para conseguir llenar su bolsa de la compra y no morirse en el intento o cómo se cierran definitivamente las puertas de los comercios y una generación entera de jóvenes ya no tienen puertas a las que llamar para solicitar un empleo, para muchos, el primero o el segundo de su vida. Ellos son "la generación perdida", demasiado mayores para contar con los descuentos fiscales que se les da a los empresarios por contratar a jóvenes y demasiado "inexpertos" para optar a trabajos en los que se requiere experiencia de tres o cuatro años en puesto similar porque nadie los ha contratado más de dos o tres meses, si han tenido ese privilegio. Ellos, que se han creído lo que los padres y los profesores les repetimos hasta la saciedad: "esfuérzate, estudia, prepárate, tendrás un buen futuro laboral". Y nos creyeron, y lo hicieron.

¿Sabes?, duele ver sus rostros, su desesperación, su desánimo, su impotencia. También me duele mi propia impotencia para paliar estas situaciones y las preguntas de culpabilidad surgen de nuevo: ¿realmente eduqué adecuadamente a mis hijos? ¿Los preparé para saber afrontar este mundo del todo vale y nada tiene valor? Actuar con honestidad, con responsabilidad, con esfuerzo, ¿ tiene sentido? ¿de qué ha servido? ¿a quién le ha servido? Y no, lo siento, no me sirve el "todo se andará", porque ese andar se deja en el camino los sueños necesarios e imprescindibles que hacen posible vivir.

Tengo la extraña y desasosegante sensación de ser un bicho raro. Quizás mis propios esfuerzos también se estén haciendo las mismas preguntas sin respuesta. Quizás sea que las convicciones que tenía se tambalean en el epicentro de este terremoto y que ya sólo constituyan un efímero espejismo de lo que fueron.

El otoño cubre de niebla el horizonte, mientras da sus últimos coletazos, para dejar paso a un invierno que promete un frío nevado de sinsabores que recortará las ramas de aquellos logros sociales que tantos esfuerzos costó conseguir. Tiempos de recogimiento, para no gastar; tiempos de echarse a la calle, para despertar de lo absurdo y reiventar el sentido de repartir con equidad, justicia e igualdad.

No obstante, no quiero terminar esta carta con tanta nube de pesimismo; no temas por mi salud mental, cruje a veces, pero aún no se agrieta; sigo explorando caminos que distraigan mi mirada y detengan mis pensamientos en las pequeñas cosas que me hacen reír con el corazón y disfrutar de la belleza que emana de los gestos ajenos. Y, por fortuna, siguen existiendo los libros, la música, la naturaleza, unas cuantas buenas compañías, la memoria de los momentos fantásticos y las conversaciones en la última mesa del  Café de siempre ante una humeante taza de café.

Y porque los males y desasosiegos no son únicos ni esporádicos, sino repetitivos y universales, te dejo este párrafo:

"Nos enfrenta el desaliento poniéndonos a discutir todo menos lo que en verdad nos corroe el dolor como una maldición, como un enclave, como un maleficio sin conjuro posible. La pena por encima del trabajo, del amor, del sueño y la esperanza. La tristeza por encima del odio, de la política, del esfuerzo para vivir cada mañana.


Es verdad, no todo es distinto, no se ha roto del todo el mundo en que crecimos, pero se ha roto una parte del que soñamos, del que nos prometimos, del que creímos que merecen nuestros hijos, un país sin los muertos que nuestros abuelos no terminaron de llorar"
                                                                      de El mundo iluminado, de Ángeles Mastretta.

Espero que te encuentres bien y que alguna suerte de alegría inunde tu interior.
Mi más sincero abrazo:
                                   Mafalda.