8 de octubre de 2006

Luís, el de los pirulís.





¿Nunca habéis sentido curiosidad por alguna persona que hayáis conocido en la infancia, de la que no tenéis referencias suficientes para saber quíen era y a qué se dedicaba? Yo sí. Una de ellas, quizá la que más me intrigó siempre y a la que he recordado muchas veces a lo largo de mi vida era un hombre. Así recuerdo mi relación con él...


El barrio en el que nací era céntrico, al lado del mar. Desde mi casa no se veía, pero tan sólo había que bajar una cuesta y allí estaba, furioso en invierno, gris ceniciento las más de las veces, verdoso y revuelto en otras, azul y espumante en verano. Puede que ese su olor, que me acompañó al nacer, me haga necesitarlo y admirarlo, no puedo estar mucho tiempo sin verlo.

Como iba diciendo, el barrio era céntrico, pero no era de ricos, ni siquiera de gente "bien". Era un barrio populoso para la época, de calles estrechas y casas de dos o tres plantas, con bajos habitables. Sus moradores pertenecían a todo tipo de clase social, menos a la de los ricachones, claro. Te podías encontrar a gitanos trashumantes que pernoctaban en una pensioncita muy asequible que había en mi calle, a trabajadors de la hostelería, dependientes, contables, militares de baja graduación, costureras, modistas, catequistas de procedencia varia y familias muy humildes con una prole numerosísima que dormían a razón de cuatro, cinco o seis por habitación.
Siempre me gustó ese barrio. Me encontraba muy a gusto en él, aprendía muchas cosas de mi educación callejera, que no descuidada, en la que tenía contacto con gente de todo tipo. Claro que en la época, tiempos de Maricastaña como decíamos, lo habitual era que estuviésemos horas y horas en la calle, jugando y explorándonos y entablando amistades desde el primer día.


Así fueron los inicios de mi vida, en el seno de una familia con visos de ir para numerosa (yo era la tercera con cuatro años y la cigüeña traía otro en camino), y con unas vivencias de que el mundo está compuesto por una variedad inmensa de personas de toda clase. Pienso que fueron estos inicios lo que marcaron mis ideas respecto a la educación que más tarde quise dar a mis hijos, es decir, que se criaran en contacto con la gente de procedencia variada según el lugar donde estuviésemos, con la gente sin más.



La merienda de un niño o niña de la época era, normalmente, el bocadillo de mortadela, de salchichón, de jamón cocido o similar (cuando el fiambre sabía a fiambre de verdad y no a fosfatos como ahora), el pan con mantequilla y azúcar o bien el pan con chocolate; pero todo ello era engullido en la calle. Se llegaba de la escuela y se subía a casa a por la merienda. Rápidamente se bajaba a la calle para merendar en compañía de todos mientras se jugaba, se pintaba con tizas en la calzada, o se daban patadas a una lata de algo ( a veces no se tenían balones o pelotas a mano).



Como es de suponer, no había ni la cantidad ni la facilidad de hoy en día para comer las actualmente llamadas "chuches" , golosinas; con lo cual tener caramelos, chicles, pipas, chufas, era algo especial, no se comían a todas horas ni todos los días. Si nos portábamos bien, si hacíamos los recados, si alguien de la familia iba de viaje, podías tener alguno de estos placeres que llevarte a la boca. Pero los niños y niñas de mi calle, éramos afortunados. Todos los domingos disfrutábamos de una golosina muy especial. Todos sin excepción, tuviéramos un apellido u otro, fuéramos de padre conocido o desconocido, gitanos o payos, hijos de militar o de dependientes, todos.



No, no es que todos los padres se hubiesen puesto de acuerdo para comprarnos el domingo una golosina. No, no era eso. Simplemente venía Luis.
¿Que quién era Luis? Pues..., Luis era un señor. Ignoro si con mayúscula por categoría social, cosa que dudo, pero desde luego si por categoría humana.
Luis era un señor bajito, de edad madura, tendría unos cincuenta y tantos largo, rozando los sesenta quizás, delgado, poquita cosa en lo que a la apariencia física se refiere. Vestía siempre, era domingo, un traje gris; siempre el mismo: chaqueta larga que casi le llegaba a las rodillas y pantalón flojo y tirando a largo a juzgar por como se le plegaba sobre los negros y bien lustrados zapatos a juego con su corbata. Su escaso pelo blanqueaba, pero no era totalmente blanco. En la cabeza llevaba siempre un boina negra y en la manga de su chaqueta una banda de tela de color negro, símbolo de luto en aquel entonces. Su rostro era afable, cariñoso, las arrugas se marcaban en su cara sin dañarla, dándole un aspecto de bondad y de vivencias, pero sin agriarlo; más bien al contrario, le conferían un aspecto de abuelo bonachón al que todos querian.

Luis venía todos los domingos después de misa. Se ponía en el principio de la calle, en medio y medio de la calzada y esperaba, con los bolsillos repletos, a que los niños fuésemos llegando a darle un beso a cambio de un pirulí. Sí, sí, de un pirulí de caramelo, quizás el caramelo más habitual y más delicioso. Como su nombre indica era un pirulí, un cono de tamaño considerable, de sabores diferentes, que duraba mucho tiempo, chupabas y chupabas y el pirulí se iba desgastanto lentamente, haciendo que el placer se demorase por espacio de más de una hora. Muchas veces no se terminaba de una atacada. Te cansabas de chupar, lo volvías a envolver en el papel celofán transparente en el que venía envuelto y lo guardabas para seguir más tarde o para el día siguiente.

La de Luis era una cita obligada. No faltaba nunca. La nuestra también, no faltábamos nunca. Corríamos al salir de misa para llegar a tiempo de besar a Luis y coger nuestro pirulí. Eso sí, no nos dejaba escoger. Teníamos que conformarnos con el sabor que nos tocase según los iba sacando del bolsillo.

No es que a mí, por aquel entonces, me preocupase la procedencia de "Luis el de los pirulís", pues ese era el apellido que le habíamos adjudicado ignorando por completo el suyo propio del que nunca tuvimos noticia ni por el que nunca preguntamos. Si sé que las madres no desconfiaban de Luis, nos dejaban con toda tranquilidad ir a su encuentro mientras ellas contemplaban la escena dominguera desde las ventanas o desde los portales de las casas. De las conversaciones del momento deduzco que tampoco sabían nada de su vida, ni siquiera dónde vivía. No era del barrio. Pero Luis era de confianza. No como otros que visitaban la barriada de vez en cuando con otras pretensiones menos honestas y más lujuriosas y que tenían puestos de importancia en los cuerpos de seguridad...

Poco antes de irme del barrio, Luis dejó de venir. No sabíamos por qué. Preguntamos. Las madres no sabían. Suponían que estaba enfermo y no había podido venir. ¡Dios, qué contratiempo! ¡Qué fastidio! Quedarse sin el pirulí del domingo era inpensable. Pero creo que no era sólo por el pirulí, era el saber que teníamos una cita casi ineludible, era un ritual, un intercambio en el que ambas partes repartían con ilusión y cariño, él la preciada golosina y nosotros el ósculo (beso de afecto) que quizá nadie le daba.


Después de dos domingos sin acudir, al fin volvió. Tenía aspecto demacrado. Había estado enfermo. Las madres se acercaron para hablar con él y decirle lo preocupados que estábamos todos al no saber de él. Agradeció el gesto y dijo que vendría siempre que estuviese bien. No recuerdo cuántos domingos pasaron, pero no muchos, Luis ya no vino más. Se fue corriendo la voz para indagar quién podría conocerlo y saber qué había sido de él. Alguíen tenía algún conocido que sabía el barrio dónde vivía.


Luis, por lo que captaron mis infantiles oídos, era viudo y creo que no tenía hijos. Enfermó. Luis no volvió nunca más. Ya no pudo hacerlo. Había cumplido su promesa, vino mientras estuvo bien.


Hoy pienso que no fue justo que Luis el de los pirulís se marchase así, tan solo, sin todos nuestros besos en sus últimos momentos. Deberían habernos llevado a su casa y dejarnos despedirnos de él...

Claro que en aquel momento sé que le pregunté a mi madre que qué iba a hacer Luis con todos los pirulís en el cielo, que era a donde me dijeron que se había ido, que a quién se los iba a dar... ¡No era cuestión de que los ángeles se pusieran morados de azúcar a su costa!

Nunca se me ha borrado la imagen de Luis. La he recordado muchas veces a lo largo de mi vida. Quise indagar sobre su persona pasados muchos años y le pregunté a mi madre, desgraciadamente su cabeza ya no era capaz de recordar y la figura de Luis se le quedó en el olvido, como más tarde haría con la suya propia. No tuve oportunidad de preguntar a nadie más que fuese adulto en aquel entonces porque casi todos los que le habían conocido que me tocaban en familia habían muerto ya y con el resto perdí contacto hace muchos años.
De cualquier modo, da igual. Probablemente la información que me aportasen no sería la que yo estaba buscando. Yo no quería saber quién era, sino qué le llevaba a tener esa deferencia hacia niños desconocidos en una época en que las necesidades eran muchas.


Luis sigue en mi memoria. En algún lugar leí una frase que decía que las personas siguen viviendo mientras alguien las recuerda. Pues bien, si es así, Luis sigue vivo porque yo lo recuerdo y lo veo muchas veces vestido de domingo, en medio de la calzada de mi calle, esperando las carreras infantiles hasta su persona, con una sonrisa afable, cariñosa, agradecida y alegre.


Es verdad, su cuerpo no está, la calle tampoco está ya, hace mucho que la transformaron, construyeron una barriada de altos edificios y calles más anchas, sólo queda un pequeño reducto de la época, una diminuta placita en la que hay una fuente que calmaba nuestra sed y en la que nos subíamos a jugar, a mojarnos, a llenar los cacharros para hacer comidas, a lavarnos las manos manchadas de tiza y de tierra.

Es verdad que no existen físicamente. Pero si existen en nuestra memoria, en la mía y en la de todos los que vivieron allí. Quedan los olores de la casas, de la gente, de las comidas, del mar. Las voces infantiles, las llamadas por las ventanas de las madres para que subiésemos ya para casa, las conversaciones de los adultos a media lengua en presencia de los críos, para que no nos enterásemos de las cosas que no podíamos saber. Queda, por supuesto, el cariño de Luis, ese que nadie nos puede arrebatar.

Y todavía sigue ahí, en medio de la calzada, con las piernas un poco separadas, esperando nuestra llegada e inclinando su pequeña figura para recibir el dominical ósculo infantil...


Va por ti, Luis. Recibe este ósculo semántico de la niña que guardo en mí.