7 de enero de 2010

Contradicción.


Estas han sido unas Navidades raras, ni pesadas ni demasiado alegres, ni tristes ni livianas, sólo raras... Quizás porque han sido las primeras que pasé sin mi hija desde que nació. O porque la familia está más diseminada en estos momentos y yo estoy menos alegre que otros años. O el compendio de todas esas circunstancias asociado a otras sensaciones no conscientes que entrañan desánimo. Pero seguimos aquí, vivos, enteros, más o menos saludables a pesar de los excesos; esos que se solucionan con una píldora estomacal o una infusión digestiva. No nos ha tocado la lotería, ni un reintegro; pero tenemos lo suficiente para afrontar los gastos del día a día compensando estos días de dispendio con platos sabrosos y poco costosos como las sopas y las lentejas o los huvos fritos con patatas.

Tras tanto ajetreo de regalos comprados con antelación y que ya no recordamos dónde los habíamos guardado, y otros muchos de ultimísima hora, del empaquetado primoroso, de las caras de alegría o sorpresa de los que los reciben, de la satisfacción sentida cuando se sabe que se ha acertado con lo que se ha escogido, de los nervios y los apuros de que la comida quede como habíamos previsto, queda una especie de regusto a vacío, a desplome... Ya está, no hay más.

Comienza un nuevo año. Y todos pedimos que sea más benévolo que el que se fue, que sea menos puñetero, que no sea tan rácano con los puestos de trabajo, con las oportunidades para una vida digna, con el sufrimiento físico, con las penas del alma, con las discusiones que han dañado el corazón, con los odios que provocaron peleas, con las guerras sinsentido por territorios, ideas religiosas o políticas que asolan tantos lugares del planeta y por un reparto menos disparatado de la riqueza que palie el hambre de tantos estómagos vacíos.

Pero casi siempre, tras estas fechas, tengo un regusto amargo en la boca. Es un regusto personal que obedece a mi contradicción (no la única que tengo, pero sí la más importante), la contradicción entre este "controlado derroche navideño" y lo que podría solucionar si lo destinase a organizaciones que dedican su esfuerzo a los más desfavorecidos. Y puede que sea una forma más de mi egoísmo, no renuncio al pequeño placer de regalar, de preparar una comida especial, de sentir la alegría de las sonrisas al abrir los regalos... ¿Soy inhumana y un poco monstruo? Claro que esto podría hacerse en cualquier otra época del año; en vez de ir de vacaciones, de viajar, de ir a un espectáculo caro, de comprarse un abrigo de capricho...

Y vivo en este país, en esta cultura, en esta sociedad. Y no comparto todo lo que la sociedad en la que estoy inmersa hace o dice, pero tampoco soy un bicho raro. Pero eso no me excusa. O aprendo a vivir con esta contradicción o tendré que tomar una decisión sobre qué hacer con el exceso navideño.

Disculpad la rayadura. ¡Benévolo año para todos!